sábado, 10 de diciembre de 2011

La visita. Capitulo I

Ella levantó la vista del cuaderno y vio al futuro sociólogo parado en una esquina a punto de cruzar. Su abrigo negro escondiendo alas que son tal vez como las de una rata  metamorfoseada o un cuervo agudo en acechanza secreta. Una sonrisa algo de costado que ella no respondió, sino agachando la cabeza como para comerse el cuaderno en el que escribía, junto con los versos tristes, la bronca, la pluma, el silencio de una ciudad que desoye las voces mínimas que intentan levantarse entre tantos murmullos ajenos. Casi terminaba ella la idea en su cuaderno, cuándo él llegó y se sentó a su lado. O más bien unos escalones más arriba como para no perder la costumbre de superarla. La muchacha percibió cómo su corazón empezó a latir más fuerte, quería salírsele, había algo que quería arrancarse, aunque sin saber muy bien qué. Le inquietaba tanto aquel otro, aquel era de esos que uno odia por amar, aquel enemigo en el que temés convertirte. Para ella, la emoción de verlo estaba en esa sensación de inseguridad de juego.  En el fondo, jamas había sentido esa amistad como algo puro. Siquiera era una amistad. Esa relación era una aventura, de esas que nos van envolviendo en su sadismo, nos destruyen y nos atraen haciendola de poderosos planetas que chocan. Pero ella no era ningún planeta; más bien se comportaba como un diminuto satélite que cambiaba de centro cada tanto hasta que finalmente y ahora había quedado abandonado como chatarra espacial. 
Ahora dejaba caer todos sus pensamientos que fluían desordenados en aquel cuadernito, ese chiquito y agradable de llevar a todas partes cual snorquel que da oxígeno en ésta ciudad que es mar envenenado. Las palabras demasiado pocas se le caían de los dedos ingenuos. ¡Qué emocionante verlo a aquel misterioso individuo! Con él nada era rutinario, ni repetitivo, ni predecible...
Al llegar, sentado en la escalinata de la iglesia, comentó que su profesora estaba enferma, y que qué bueno, no porque su profesora estuviese enferma, pero entonces la podía ver.
-         Yo pensé que me ibas a invitar a tu ranchito, así me convidabas algo de comer. Tengo hambre. - le dijo en tono picarón.
-         Es que no es mi casa en verdad... Bueno, vamos. Pero primero acompañame que tenemos que pasar a comprar algo porque en casa no hay nada. Hay vodka –
-         Uy, qué bueno, pasemos a buscar unas galletitas –
Al final no compraron nada: el súper quedaba muy lejos, o más bien no sabían donde quedaba y fueron directamente al departamento. En el camino ella intenta prenderse un pucho.
-         No fumes, dame que te lo tengo – le dice él ofreciendo su mano abierta. Con la otra mano le agarra el brazo que corresponde a la mano de ella con la que sostiene el pucho, y la sujeta fuerte. Ella saca bruscamente el brazo.
-         Dejame. ¿Por qué no puedo fumar? –
-         Siempre le saco los puchos a la gente. Porque te hace mal. Además no me gusta el humo. Es una cuestión de respeto hacia los demás. –
-         Bueno, bueno. Si es por eso lo guardo –
-         Tiralo –
-         No. Lo guardo, lo guardo –
Llegan al bonito departamento. Sí, ese departamento siempre fue bonito. Contenía un misticismo que casi nadie podía explicar. Era el departamento de la amiga de ella. Una persona muy dulce llena de magia que lo había decorado con telas y círculos de colores en las paredes. Él lo recorrió, halagándolo. Miró los estantes con libros, los miró con los dedos, los deleitó, los acarició, los absorbió en su piel. Él, tan amante de los libros. Más amante de los libros que de la gente quizás. O es que esa era su manera de amar. De amarse.
Se divirtió jugando con las cosas que colgaban del techo. Preguntó por el vodka. Lo abrió: tomaron. Ella estaba medio escabio. Había escabiado por él. O más bien, por la inseguridad de que no fuese. Pero a último momento decidió que la iba a pasar a buscar, y ella accedió, como siempre. Había algo en él con el poder de empujar y aplastar como pequeña cucaracha cualquier otro plan, aunque éste pareciese más productivo y fructífero ante los ojos del tan cuestionado “sentido común”. Como ella carecía totalmente de aquella virtud del hombre social, la fuerza de la posible presencia de aquel extraño y estremecedor sujeto, la hizo cambiar todos sus planes y dejar colgado al desconocido con el que iba a ir al cine a ver “El rito”. Quizás hubiesen hablado de filosofía, de dios, de religión, de amor; como solían hacer por msn. También podría haber sido considerada y buena amiga con aquella que la alojaba,y siéndolo hubiese accedido a su invitación de tomar mates un rato en su laburo esa tarde, para aliviarle un poco la soledad y otros pesos del corazón. Por aquel muchacho que se llamaba a sí mismo poeta también abandonó a su amiga, quién desde muy joven había vivido tanto, y la vida la tenía dolida. Enumerando un poco que es más fácil contaba entre sus penas con un abuelo en terapia intensiva, una prima caótica que habia abortado traumaticamente hacia unos dias, un departamento que había que desalojar en 60 días, un mal pago trabajo, un padre irresponsable onda pendeviejo, y una mamá muerta. DE todos modos, pese a la martirizada vida de la joven y a la amistad que la unia a ella, decidio irse con aquella persona que jamás había demostrado matar un poco su ego por ella.
Ya en la casa, él le preguntaba todo el tiempo si estaba bien. Lo borracha le hacía picar los ojos y le daban algo de ganas de llorar. Antes en la calle se había querido tirar debajo de un par de autos, también por lo borracha. Él la sostenía, diciendo, “no quiero que te pase nada”, vení. Y algo la abrazaba, dulcemente. La señorita se sentía sostenida y protegida y querida y era mucho para ella. De todas formas reaccionaba ariscamente, quitándose un poco, rechazando –como de costumbre- al amor. Cuando alguien la quería, ella se alejaba. Peor era con el verdadero amor, ese que no espera nada a cambio. Ella siempre lo rechazaba, pensando en todo el sufrimiento que esos amores siempre traen. Ella había conocido sólo ilusiones de amor que al caer se habían vuelto dolorosas. Y como no quería dolor, rechazaba al amor.
Este personaje, el futuro sociólogo, era diferente a todos los jovencitos que la rodeaban. Aquellos muchachos que buscaban desesperadamente la felicidad y el sostén en ella; alguna especie de amor puro e inocente como el de las madres o el de los niños. Pero ella no creía que ese amor existiera entre dos personas que tienen sexo, porque existe entre ellas una relación, y las relaciones contienen en su esencia un flujo de poder que va de uno a otro, creando conflictos, cambiando criterios, poniéndote a prueba en cada palabra. Por eso lo curioseaba, quería conocerlo, degustarlo. Trataba de descifrarlo. Tenía el presentimiento de algo muy sabroso bajo esa fría cáscara.  “Por algún lado esta pava debe silbar”, pensaba. Decir que el era bueno con ella sería una mentira. Pero por instantes dejaba salir esa chispa de ternura que te hace sonreír y era dulce como la miel más azucarada. Esa ternura que se da por momentos y nos deja sonriendo por un rato. Claro que toda miel está hecha en un panal de abejas. Y en este panal, él era la reina. Cuándo la reina la lastimaba, el dolor era lento, pequeño, nada brusco ni sobresaltado, como el dolor que causa una mano que va apretándote el cuello suavemente hasta dejarte sedado. Y a ella le encantaba dormir en ese dolor, casi sin conciencia del final. Aquel muchacho podía ser lo más dulce o lo más amargo; detrás de todo “te quiero” había un “pero no te lo creas que tanto”. A cada frase seria, un guiño de ojo. Que con la mano y luego con el codo, que doy un paso adelante y otro atrás. Que llueve pero para arriba, que el calor me da frio. Que tal vez este sea un camino diferente para hacerlo igual. En realidad siempre le había pedido que no se lo tomara demasiado en serio. Jamás llegaba a ser empalagoso. La sensación de subir hasta aquella estrella, y luego bajar súbitamente hasta el abismo, la enloquecía. Manejaba perfectamente los cambios en la conquista. Sabía hasta donde podía jugar. Ella, creía, que ese tipo de persona era real. No aquellos hombres que le decían todo el tiempo que era hermosa y perfecta, que la perseguían, sugiriendo dejar su vida por ella. Esos hombres la aburrían terriblemente. Su teoría radicaba en alguna especie de ley de los opuestos. Un adaptación occidental barata del yin y el yang. Además se notaba que él era sincero. Las parejas se aman y se odian a la vez. Ella lo amaba, y lo odiaba. Pero esas intensidades la hacían sentir viva, como casi ninguna otra cosa. Encantada por sus contrastes le abrió las puertas de su casa (o más bien las puertas del depto de su amiga). También abrió otras puertas, sin que ella se diera cuenta, y poco a poco ella comenzó a sentir ese “héroe” que todos llevamos adentro dispuesto a salvar a aquel que ama.
Ella se tiró a la cama con la guitarra en mano, queriendo tocar algo. Él pidió su canción fea. “Fea”, le llamó.
-         ¿Por qué fea? –
-         Porque la hiciste para dos personas. Eso es feo – (una de esas dos personas era él, otra de las personas, su ex)
-         Pero por eso no es fea. Yo comparto todo lo que tengo –
-         Ay pero eso no se comparte. Tocá Bossa Nova –
Empezó a tocar algunos arpegios. Él le quito la guitarra, ella se recostó hacia atrás para recibir un beso paternal en la frente.
-         Estás transpirada –
-         Sí, es que hay mucha humedad. Te extrañé –
-         Lo sé –
-         ¿Cómo? –
-         Porque me lo decías. Me decías: te extraño. Me lo decías bastante – se río con aquella sonrisa algo burlona y pícara que de costumbre tenía. Sus ojos pequeños e inteligentes muchas veces lo mostraban astuto y suspicaz. Ésta era una de aquellas veces. Un tanto cruel, tambien.
Sus manos tomaron las de ella con ternura y un gesto cariñoso. La muchacha dejó que las tomara, y seguidamente que la besara la desvistiera la contuviera. Ambos estában muy transipirados. Realmente hácía mucho calor en el departamento y en la ciudad entera, que parecía calcinar ideas en vez de prenderlas. La jovencita se estaba dejando llevar por aquel que tan bien la conocía aún sin conocerla. Quizás era porque realmente trataba de hacerlo. Urgaba en ella como en un tarro de golosinas, le encantaba escudriñar sus dolores, y arrancárselos con la cruel frialdad de como el veía al mundo. Como un juego. Un juego poco serio en el que se es ganador o perdedor; nunca se empata. Las caricias tienen ese poder de enmudecer al que más habla y menos se conoce a sí mismo. Es muy poderoso quién puede manejar su propia mente. Quién puede decidir qué sentir y cuándo; quién escoge sus pensamientos como a la ropa. Por no poder o no querer hacer eso casi nada la callaba a ella, más que uno o dos besos y aún así continuaba con ganas de decirle algo, de explicarle una situación, de sostenerse y mantenerse algo alejada de lo que sucedía. No podía disfrutar el momento.
- Yo no soy como vos. Yo soy más ingenua y sensible. En mi pueblo... -
- Ay, odio la gente que se cree que porque es de un pueblo.. - empezó a repotricar el con cara de asco.
- Sí, sí. Es así. - No lo dejó terminar ella algo alterada. - Porque ustedes son fríos. Allá la gente es diferente.
Más caricias, más besos y la oleada que arranca de la conciencia a cualquier pobre idiota que no sabe quién es o donde está parada. O acostada. Ella trataba de mirar adentro de sus ojos, como excavándo aquellas cuencas tan misteriosas. Continuaba tratando de agarrarlo como desprevenido, distraído, en éxtasis. De ese modo, creía ella, iba a poder saber bien cómo eran las cosas.
- ¿Querés hablar de esto ahora? - Preguntó él algo molesto
- Sí, osea, no sé por qué estamos haciendo esto. Yo había decidido no hacerlo más -
La conversación resultó bastante estúpida y descontinuada, más que nada porque lo que le prosiguió fueron aún más besos y caricias ya no tan amorosas, sino más bien dedicadas a terminar algún asunto.

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